Sus autores, tras un momento de gloria, están hoy prácticamente olvidados y muchos de ellos han muerto. En Inglaterra, fueron R. Laing, D. Cooper y J. Berke quienes, desde una psiquiatría que aunaba el existencialismo y el psicoanálisis con un vago trasfondo de marxismo, desarrollaron la comunidad terapéutica londinense de Kingsley Hall, un lugar para que el psicótico, esa persona desesperada hasta lo inconcebible, recuperara su libertad en vez de perderla definitivamente en manos de la psiquiatría biológica, con su cruel planteamiento nihilista y sus invalidantes instrumentos físicos y químicos. En Italia, F. Basaglia lideró una transformación psiquiátrica institucional de amplia resonancia, que tuvo efectos concretos en la psiquiatría pública de otros países, entre ellos el nuestro. En Francia, las investigaciones de M. Foucault señalaron qué poder se vehiculaba en el trato dado al loco en la historia occidental, contextualizando así todo tratamiento, fuera médico o psicológico. En Norteamérica, Th. Szasz, el único superviviente de los pioneros, ha mostrado la falacia básica de la psiquiatría e, incluso, de toda psicoterapia. Muchos otros investigadores seguirían esas sendas hasta hoy.
Todos estos autores consideran que la locura no es una enfermedad mental sino un penoso estado personal que causa problemas a quien lo padece y a sus prójimos. Si bien es cierto que por sus llamativas características y sus efectos podemos considerar la locura algo patológico, también lo es que no se puede hablar de enfermedad si no hay ninguna alteración orgánica que de fe de esos estados. Pues bien, a pesar del trabajo realizado por la psiquiatría biológica inaugurada por W. Griesinger mediado el siglo XIX, cuya máxima reza que las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro, no se ha ofrecido correctamente hasta ahora ningún dato experimental o clínico que verifique esa hipótesis.
Sin embargo, la consciencia colectiva de nuestros días, tan determinada por los media, da por hecho que hay enfermedades mentales y que está suficientemente probada su naturaleza funcional, cuando no estructural, patológica. Tratada como una enfermedad orgánica, la locura, en su gradación de neurosis (leves) a psicosis (graves), exige remedios médicos, sean farmacológicos o quirúrgicos, y una poderosa industria está dispuesta a proporcionarlos.
Este libro, publicado originalmente en 2004, demuestra la inconsistencia de este tópico y revela su proceso de constitución. Veintitrés autores de seis países han escrito los veinticuatro capítulos que pasan revista al estado de la cuestión, centrándose en la estrella de las psicosis, la «esquizofrenia«, «símbolo sagrado de la psiquiatría«, como dijera Szasz. Los editores de esta compilación son dos directores de departamentos universitarios de psicología clínica y experimental, en compañía del psiquiatra que diseñó y dirigió el proyecto Soteria de San Diego. Se trata del australiano J. Read, de la Universidad de Auckland, el inglés R. Bentall, de la de Manchester, y del norteamericano L. Mosher, profesor en Yale y Bethesda, recientemente fallecido y a quien está dedicado este libro «que revisa el contexto histórico, económico y político en el que una ideología biogenética tan simplista ha podido alcanzar una hegemonía tan perjudicial«.
El libro desarrolla este programa a lo largo de sus más de cuatrocientas páginas, divididas en tres grandes bloques. El primero trata de la constitución y uso del concepto de esquizofrenia, subrayando su endeble categorización científica. Señala la falta de fundamentación de los estudios médicos -epidemiológicos, bioquímicos, anatómicos, genéticos- que lo justifican. Desmonta los mitos que enmascaran los efectos destructivos de los tratamientos farmacológicos o físicos y da noticia de las estrategias comerciales de la Big Pharma. A esta primera parte crítica le sigue otra conceptual, en la que se presenta la esquizofrenia desde una perspectiva psicosocial, más cercana al sentido común que al discurso médico, para dedicar el tercer bloque a las estrategias de trato con la locura. Esta obra es un estudio de salud pública y su ingente bibliografía está compuesta, en su mayor parte, por estudios clínicos, experimentales y epidemiológicos, manejados con un criterio estadístico, sin desatender los escritos de los fundadores del concepto de esquizofrenia y los investigadores críticos.
Son numerosos los datos que proporciona este libro, tan útil y necesario, pero sólo señalaré lo más básico, lo más urgente: la falacia del tópico referido. En primer lugar, «la ‘esquizofrenia’ no es una enfermedad«, como reza el título del capítulo que inicia esta compilación, firmado por los tres editores. Nos hallamos ante un «concepto difuso» que cada especialista delimita a su manera, asociando arbitrariamente síntomas que pertenecen a otras categorías nosológicas y siguiendo metodologías también muy sesgadas en el tratamiento de los datos. El resultado es que no se ha obtenido un «perfil del esquizofrénico», es decir, un diagnóstico. ¿Cómo establecer entonces un tratamiento y un pronóstico?.
La industria farmacéutica transforma empero ese concepto difuso en una realidad indiscutible que hay que tratar a toda costa, en «hechos» construidos en los laboratorios, universidades y hospitales y difundidos hasta la saciedad por los medios de comunicación: (1) La «esquizofrenia» aparece con la misma frecuencia en todos los países, (2) El cerebro de los «esquizofrénicos» no es normal y (3) Existe una predisposición genética a sufrir «esquizofrenia».
La realidad es muy diferente. Pasando por alto la inconsistencia del concepto, los verdaderos hechos revelan que incidencia y prevalencia son muy variables en los distintos países y según la escala social. En cuanto a las posibles diferencias cerebrales, con todo lo discutible y multifactorial de cualquier comparación, dada la individualidad de cada cerebro, la única evidencia es que los daños cerebrales y neurológicos son consecutivos al uso de neurolépticos y electrochoques: «una de las cosas que puede afectar a los cerebros de los esquizofrénicos son los tratamientos que reciben«. En cuanto a la genética, « la creencia de que los estudios con gemelos e individuos adoptados han sentado la base genética de la esquizofrenia es errónea, [y…] hasta la fecha, los estudios de genética molecular no han conseguido encontrar los genes de la esquizofrenia «.
Así pues, un concepto difuso sin verificación orgánica como la «esquizofrenia» es «utilizado para explicar [y medicalizar] una gran variedad de conductas inadmisibles o angustiosas«. Si bien la mayor parte de los tratamientos físicos anteriores a la era de los psicofármacos han sido arrumbados, aún se sigue utilizando el electrochoque y los fármacos que en la década de 1950 abrieron la brecha -anestésicos modificados- han dado lugar a una muy amplia progenie en expansión.
En este libro se desmontan los mitos que giran alrededor de los psicofármacos, refiriéndose específicamente a los neurolépticos (antipsicóticos): «(1) Los antipsicóticos sólo se prescriben a un número reducido de personas, casi todas psicóticas. (2) Los antipsicóticos permiten la atención no hospitalaria a ancianos y discapacitados. (3) Los antipsicóticos son más eficaces que el placebo. (4) Los efectos terapéuticos compensan los efectos adversos».
Una vez más, estos «hechos» se ven contradichos por los hechos. En la actualidad, todo tipo de psicofármacos se están prescribiendo en medicina general y se recetan rutinariamente neurolépticos a niños y personas de edad, incluso preventivamente. Baste un dato: «Entre 1990 y 2000 los gastos en antidepresivos se incrementaron un 800% y en neurolépticos un 600%» , sólo en Estados Unidos. En segundo lugar han aumentado las hospitalizaciones psiquiátricas y crece el número de residencias de ancianos. En cuanto a su eficacia milagrosa para hacer desaparecer el sufrimiento, lo que consiguen los antipsicóticos es desregular la dinámica dopaminérgica produciendo efectos anticolinérgicos y extrapiramidales, con sus correlatos psíquicos -disociación, depresión, amnesia, enlentecimiento mental- y sus secuelas físicas -problemas digestivos, circulatorios, discinesia, Parkinson, demencia, deficiencia neurológica- entre otros, sin olvidar la grave drogadicción que implican. Los nuevos antipsicóticos, denominados «atípicos», son aún más peligrosos y más caros. Por supuesto, los mismos laboratorios que produjeron y comercializaron los antiguos aceptan ahora la existencia de tan graves secuelas, entonces negadas, que precisamente evitarían los nuevos.
El peor efecto, sin embargo, es moral: « recetar un medicamento refuerza la idea de sufrir una enfermedad, [y así…] la idea de que los problemas que uno sufre pueden estar relacionados con la propia experiencia vital o con las circunstancias actuales tiende a desaparecer en cuanto se adopta el mensaje médico que acompaña a la píldora «. Esa irresponsabilización del sujeto respecto a sus problemas le resta autonomía y libertad, agravando el mal del loco.
Ahora bien, que el discurso biológico de la esquizofrenia no esté fundamentado sólo significa que la locura no se soluciona con medicación y que un enfoque médico dificulta su comprensión, encubriendo las causas, multifactoriales. Los aspectos psicológicos, familiares y sociales están en primer plano, y son de sentido común en un tiempo tan psicológico como el nuestro. Las múltiples formas del maltrato y el engaño, tanto en el ámbito familiar y próximo como en el económico y político, explican toda psicosis. Puede decirse que la psicosis es una estrategia defensiva.
Según entendamos la locura así serán las maneras de enfrentarla o tratarla. En este libro se pasa revista a los tratamientos psicosociales y se da fe de su efectividad con estadísticas en la mano. Las terapias dinámicas, cognitivas y sistémicas son las elegidas dentro del ámbito profesional, sin olvidar la efectividad terapéutica de los grupos de afectados, con las redes de acompañamiento que promueven. La síntesis de estos planteamientos son las comunidades terapéuticas, como Kingsley Hall (1964-72), la pionera, Soteria California (1971-83), Soteria Berna (1984- ), Turku (1967- ) -convertida en la norma del tratamiento de las psicosis en Finlandia- o el proyecto API (1992- ), de las que da noticia este libro. Entre otros efectos positivos, estos tratamientos psicosociales al menos «evitan las enfermedades neurológicas irreversibles inducidas por los neurolépticos«.
En el prólogo, D. Rowe señala que «el sufrimiento de las personas que padecen dichos trastornos no proviene sólo de las circunstancias de la vida, sino también del sistema psiquiátrico que teóricamente debería aliviarlo». Como indica el título de esta reseña, la antipsiquiatría está viva.