– ¿Qué entiende usted por antipsiquiatría? ¿Considera justificado que se engloben bajo esta denominación actitudes distintas a las que adoptan Laing, Cooper y Esterson, los creadores del término?
Es muy difícil que una persona que se interesa por los problemas de la transformación de la psiquiatría pueda entender lo que quiere decir la asistencia al enfermo al margen de los esquemas tradicionales. El término “antipsiquiatría” ha sido objeto, últimamente, de muchas controversias. David Cooper, a quien se debe su creación, lo analiza en su libro «La gramática de la vida«, uno de cuyos capítulos se centra precisamente en el término “antipsiquiatría”. He leído el libro y me parece muy interesante constatar cómo el propio autor se maravilla de la suerte que ha tenido dicho término. Se maravilla de cómo y por qué esa palabra ha conseguido transformarse, de por sí, en un nuevo tipo de etiqueta para la psiquiatría. O sea, actualmente pueden distinguirse dos bandos: uno, amplio, de psquiatras, y otro, reducido, de antipsiquiatras.
Un hecho grave es que de la antipsiquiatría -o de lo que ha representado el movimiento generado por la antipsiquiatría- se intente rescatar tan sólo la faceta ideológica, olvidando el aspecto práctico. Es decir, muchas personas que no han tenido ninguna intervención en los problemas prácticos de la transformación psiquiátrica escriben libros sobre la antipsiquiatría con el fin de crear una nueva ideología de repuesto. En este sentido, rechazo de manera categórica la calificación de “antipsiquiatra”. No me interesa este esquema. Yo soy un psiquiatra porque soy consciente de mis deberes; de no ser así, debería cambiar de profesión. Si sigo ejerciendo en el sector público, o sea en la esfera estatal, es porque acepto mi estatus de psiquiatra, estatus que nada tiene que ver con el conformismo del intelectual integrado, del intelectual y del técnico que obran con el consentimiento del poder público y de la organización social, y que actúan falsamente desde un punto de vista democrático. Pienso que, como técnico, debo simplemente usar mi estatus para ayudar a superar las necesidades del público y del internado.
El hecho de que el término “antipsiquiatría” haya tenido tanto éxito se debe a la sed de nuevas ideologías por parte del poder establecido, el cual debe crear “nuevas ideologías” de repuesto para conseguir ese consenso que cada vez le resulta más difícil. Efectivamente, hoy en día, el único “consentimiento” que puede conseguir el poder es el que deriva de la violencia y de la represión. Y esto se verifica no sólo en la violencia y en la represión en sentido general y pública, sino, y sobre todo, a nivel de las instituciones destinadas a resolver las necesidades del ciudadano.
Antes he citado a Cooper por cuanto es a él a quien se remonta el término “antipsiquiatría”. Ronald D. Laing y A. Esterson también han sido incluidos en el campo de la antipsiquiatría, pero el mismo Laing rechaza el concepto que, para él, no quiere decir nada y no es más que una expresión de recambio.
– A veces, se ha comparado el manicomio con la cárcel ¿Qué opina usted de ello?
Quien entra en un manicomio, aunque sea calificado como una institución hospitalaria, no es considerado como un enfermo, sino como un internado que va a expiar una culpa, de la que no conoce ni las causas ni la condena; es decir, desconoce la duración de esa expiación. Por otra parte, allí también hay médicos, batas blancas, enfermos y enfermerías, como si se tratara de un hospital, aunque, en realidad, no es más que un instituto de vigilancia donde la ideología médica constituye una coartada para legitimar una violencia que ningún órgano puede controlar, ya que el mandato confiado al psiquiatra es total, en el sentido que él representa concretamente la ciencia, la moral y los valores del grupo social del cual es su legítimo representante dentro de la institución. A pesar de ello, se afirma que en el último siglo se han dado pasos gigantescos hacia la conquista de la libertad y del destino humanos. La ciencia, en todos los campos, declara ir a la búsqueda de elementos siempre nuevos para poder liberar al hombre de sus propias contradicciones y de las contradicciones con la Naturaleza. Pero, si se analiza -y sobre todo si se actúa- el interior de una cualquiera de las numerosas instituciones creadas por nuestra ciencia y por nuestra civilización, constataremos lo poco que se ha hecho y cómo las innovaciones técnicas no han hecho más que dar un nuevo orden formal a determinadas condiciones, en las cuales la Naturaleza y el significado permanecían invariables.
En el campo específico de la reclusión -y en este término se pueden incluir tanto el manicomio como la cárcel-, desde la época del barco de los locos -que erraba por los mares con su cargamento de “anormales” e “indeseables”- , la ciencia y la civilización parecen no haber sido capaces de ofrecer nada más que un anclaje en las islas de la marginación y la reclusión, en las cuales “desviación enferma” y “desviación sana”, “culpable” y “responsable” -y, por tanto, “delincuente”- encuentran su justa ubicación. Para el hombre descarriado moralmente, la cárcel; para el hombre con el espíritu enfermo, el manicomio; para el hombre criminal y reconocido enfermo, el manicomio criminal. Esta ha sido la gran “conquista” de la ciencia hasta ahora.
A lo largo de siglos, locos, criminales, prostitutas, alcoholizados, ladrones y extravagantes de todo tipo han convivido en el mismo lugar donde las distintas facetas de su anormalidad resultaban niveladas por un elemento en común -el salirse de la norma y de sus cánones- debido a la necesidad de aislar al anormal del contexto social. Las paredes del hospicio limitaban, contenían y ocultaban al “endemoniado”, al “loco”, como expresión del mal involuntario e irresponsable del espíritu, junto al criminal, expresión del mal intencionado y responsable. Locura y criminalidad representaban esa parte del hombre que debía ser eliminada, erradicada y ocultada, hasta tanto que la ciencia no ratificase su neta separación mediante una individualización de los distintos caracteres específicos de los fenómenos.
Según el racionalismo iluminista, la cárcel tenía que ser la institución punitiva para quien violase la norma representada por la ley -la ley que protege la propiedad, que define los comportamientos públicos correctos, las jerarquías de la autoridad, la estratificación del poder, la amplitud y la profundidad de la explotación. El loco, el enfermo de espíritu, quien se apropia de un bien habitualmente atribuido a la razón dominante -el extravagante que vive según las normas creadas por su misma razón o por su locura- , empezaron a ser clasificados como enfermos, para los cuales hacía falta una institución que marcara y definiese claramente los límites entre razón y locura, y en la cual se pudiera encerrar y aislar a quien atentara contra el orden público en cuanto a criterios de peligrosidad o escándalo públicos. Cárcel y manicomio -cuando ya estuvieron separados- siguieron conservando todavía la misma función de tutela y defensa de la “norma”, donde el anormal -por enfermedad o criminalidad- se transformaba en normal en el mismo momento en que quedaba circunscrito por esos muros que establecían una diferencia y un distanciamiento. Por tanto, la ciencia ha conseguido separar la criminalidad de la locura, reconociendo a esta última, por una parte, una nueva dignidad: la de la abstracción, o sea, su definición en términos de enfermedad; y por otra parte, a la criminalidad le ha reconocido un elemento humano, desde el momento que llega a ser objeto de búsqueda por parte de criminalistas y científicos que incluso “detectan” factores biológicos genéricos como base del comportamiento subnormal. A pesar de la separación científica de las dos entidades abstractas -criminalidad y enfermedad- , cada cual con su típica institución, prácticamente queda inalterada la estrecha relación de la una con la otra en cuanto al orden público, lo cual determina que las funciones de ambas instituciones, respecto a la defensa y la tutela de ese orden, permanezcan inalteradas.
Además, a pesar del reconocimiento abstracto de esta nueva dignidad, ni el criminal que tiene que expiar la ofensa hecha a la sociedad, ni el loco que debe pagar por su comportamiento incorrecto e impropio, han tenido nunca dignidad de hombres y las instituciones que han sido construidas para ellos -para su reeducación y redención por una parte, y para su cura y rehabilitación por otra- , no han visto modificar ni su función ni su naturaleza, continuando en su evolución sobre vías paralelas.
– A través de la historia se denota cierta relación entre desarrollo económico y asistencia psiquiátrica. ¿Cuál es su opinión?
Estructura económica y función institucional coinciden siempre, a cualquier nivel de desarrollo; por tanto, no es casual que los manicomios comenzaran a estructurarse, en su sentido técnico y social, con el inicio de la Revolución Industrial, a principios del siglo XIX.
Todas las formas de asistencia pública alcanzan su más amplia configuración institucionalizada en el momento en que se separa lo “productivo” de lo “no productivo”. Efectivamente, la relación ya no se da entre el hombre y la sociedad, sino entre el hombre y la producción, lo que acarrea un nuevo uso discriminante de cada elemento -anormalidad, enfermedad, desviación, etcétera- que pueda constituir un estorbo para el desarrollo productivo.
Tan pronto como se ha reconocido que la verdadera finalidad de las instituciones -que en teoría han sido delegadas para la recuperación- es la eliminación, mediante distintas justificaciones científicas, no se puede ignorar cuáles son los grupos o los individuos que caen en sus redes: el proletariado y el subproletariado, para los cuales la posibilidad de rehabilitación o de recuperación no existe.
Para los grupos dominantes es muy fácil librarse de las instituciones represivas y de castigo que han sido creadas en defensa de las normas sociales establecidas por ellos. Y esto, no porque entre sus miembros no haya enfermos, locos o criminales, sino porque su estar enfermo, ser loco o ser criminal puede quedar englobado en el ciclo productivo. Si enfermedad y delito son acontecimientos y contradicciones naturales, es muy explicativa la casi total ausencia de quienes pertenecen a las clases dominantes en las instituciones de la enfermedad y de la delincuencia.
– En algunos ambientes, existe la convicción de que debe pensarse en nuevas estructuras que respondan a los nuevos planteamientos acerca de las instituciones que prestan asistencia psiquiátrica. Según usted, ¿qué directrices deben presidir este cambio?
Actualmente, nadie pueden mantener que las instituciones cerradas no sean indignas de un país “civilizado”. Nadie desconoce las condiciones en que viven los internados y nadie puede rechazar la responsabilidad y esquivar la lucha para que las cosas, de alguna manera, puedan cambiar. Sin embargo, la transformación de las instituciones lleva inevitablemente de nuevo al punto de partida. La transformación, promovida por la necesidad de una adecuación institucional al desarrollo económico, no puede tener más significado ni distinta naturaleza que la anterior transformación, que ha hecho que las instituciones sean lo que son, con referencia a lo que eran. Dentro de la misma lógica, transformación, racionalización y control son las tres etapas de un proceso que se perpetúa continuamente a través del constante cambio formal de las cosas, sin que nunca incidan en la estructura, porque la transformación se da siempre como una respuesta técnica a una demanda económica y, por tanto, es siempre la ley económica la que exige la nueva racionalización técnica que sirve de control a la situación transformada.
Las ciencias humanas -y entre éstas la criminología y la psiquiatría- están preparadas para ofrecer nuevas instituciones como respuesta práctica a las nuevas ideologías con que se intenta fabricar el nuevo hombre. Pero este nuevo humanismo, que siempre reaparece en los momentos de crisis, es un fracaso, ya que las relaciones sociales permanecen invariables, y seguirán determinando las vejaciones del hombre sobre el hombre. La institución que puede nacer en defensa y custodia de la humanidad oprimida acabará transformándose en una nueva forma de opresión, para esa misma franja de humanidad.
Debemos ser conscientes de estos procesos para emprender una lucha a favor del hombre, la cual llegue a ser realmente una lucha para liberar a todos los hombres sin que sea una forma de reafirmar esa división innatural, determinada históricamente y que es aceptada e impuesta como cosa natural: la división de clases.
– ¿El trastorno mental es siempre una enfermedad, lo es sólo a veces, o no lo es nunca?
Las alteraciones de la personalidad, los trastornos mentales, responden a una situación humana y esto es válido siempre; en un segundo momento, esta situación humana se cataloga, y es ahí donde aparecen las etiquetas de enfermedad. La enfermedad es la burocratización de la necesidad que esa situación humana representa. El equívoco es que nosotros, como psiquiatras, tomamos el aspecto burocrático de la enfermedad y no la necesidad que ésta expresa. El médico -y esto que voy a decir puede ser también válido para otros especialistas- va en búsqueda de las enfermedades más sofisticadas, más complejas, más prolíficas de síntomas, para determinar después si se está más o menos enfermo: cantidades, gradaciones, matices … Entonces nos hallamos frente al problema del lenguaje técnico, un vocabulario eufemístico, un conjunto de palabras que complejifican el fenómeno, pero que dejan intacta la necesidad. No interesa ni sirve decir que los manicomios encierran “gente que rechaza su propia vida”. Eso no es teoría. La teoría sólo es posible cuando surge como reflexión sobre la propia práctica transformadora. Si no se teoriza sobre estas bases, lo único que se consigue es reformular una nueva ideología que coloca palabras para explicar la enfermedad, pero que no descubre las necesidades de la persona enferma.
Estamos viviendo un momento en que se tiende a complejificar permanentemente la explicación de los hechos. Se producen análisis complicadísimos -destinados a grupos selectos- sobre situaciones simples, porque la complicación está al servicio de la confusión y ésta, a su vez, es un arma del dominio.