Recientemente se ha publicado un interesante informe elaborado por un grupo de investigadores alemanes del Instituto Wuppertal del Clima. Los autores mencionan en este trabajo algunos de los graves conflictos transfronterizos que empiezan a detectarse debido a la apropiación global de los recursos hídricos, ya sea por medio de presas, conductos que los transportan a miles de kilómetros, tanques y hasta botellas.
Estos investigadores aportan algunos datos interesantes: por ejemplo, que en 1949 había en el planeta 5.000 grandes presas hidráulicas y que, a finales del siglo XX, en sólo 50 años, su número ascendía a 45.000. Tras estas grandes obras para producir energía hidráulica y favorecer el abastecimiento a las ciudades, en un mundo cada vez más urbano, se esconden grandes desplazamientos de poblaciones y la destrucción de la vida que se sustenta gracias a esos cauces. Son, casi siempre, sociedades al borde de la subsistencia, a veces pueblos indígenas que quieren vivir al margen de lo que llamamos civilización. Los beneficiarios de esa apropiación siempre están a miles de kilómetros de las fuentes de las que mana el agua.
Los medios de comunicación han dedicado mucho espacio a describir algunas de estas grandes infraestructuras. Ahí está la construcción en China de la presa de Las Tres Gargantas en el río Yangtse. China es un país que posee el 6% del agua potable mundial y el 20% de la población. Un desequilibrio que trata de paliar a marchas forzadas. La gigantesca presa ya ha afectado negativamente a casi dos millones de personas y ha destruido ecosistemas únicos en aras del desarrollo económico chino, el país con mayor crecimiento económico del planeta.
China: cincuenta nuevas presas
Poco se sabe, sin embargo, del próximo gran proyecto chino: construir otras 50 presas sobre el río Mekong. Según los analistas y los investigadores, estas obras afectarán gravemente a su vecino Vietnam. De hecho, creen que podrían convertir su delta en un desierto y destruir el ecosistema del que viven millones de campesinos y pescadores vietnamitas. Algunos ya auguran que será uno de los grandes conflictos del siglo XXI.
Enfrentamientos entre países por el agua no son nuevos. Los ha habido en el pasado entre Egipto y Etiopía, por la explotación del Nilo; entre Israel y Jordania por el río Jordán, en República Democrática del Congo, donde se construye la futura presa Gran Inga (el doble de grande que las Tres Gargantas) y en la Amazonía, donde los indígenas continúan su lucha contra la presa que el gobierno brasileño quiere levantar en el río Xingú.
A estas batallas entre estados hay que sumar las que se producen dentro de los propios países. Violentas protestas han tenido lugar en ciudades como Cochabamba (de Bolivia), Soweto (Sudáfrica) o en Yakarta (Indonesia) por la privatización del abastecimiento del agua. En algunos de esos lugares, este pago supone hasta el 10% de los ingresos familiares entre los más pobres, una factura que generaría en España una auténtica rebelión.
Las ONG de desarrollo reconocen, sin embargo, que el primer paso para mejorar la salud de una comunidad cualquiera es facilitar los saneamientos y el agua potable. Y calculan que reducir a la mitad las personas que hoy no disponen de estos mínimos servicios supondría un gasto total de entre 30.000 y 50.000 millones de euros, menos del 1% de los gastos militares globales.
Un dato más: se estima que sólo la presa Gran Inga, la de República Democrática del Congo, costará 6.000 millones de euros. Eso sí, la energía sobrante que genere se podrá exportar a España e Italia. La pregunta es inevitable: ¿cómo es posible que sobre energía en un continente donde la red eléctrica no llega a la inmensa mayoría de la población? ¿llegarán los beneficios de esa venta a los danmificados? Para colmo de males, el proyecto no menciona cómo cambiará el panorama en las orillas del río Congo. Allí no se exigen estudios de impacto ambiental.
Tampoco hay que ir muy lejos para comprobar la violencia, en este caso verbal, que genera la escasez de agua. Basta con mirar el mapa de España y comprobar que es un recurso cada día más limitado, aunque esta primavera haya llovido mucho. Siempre lleva adherido la polémica de los trasvases y de quién es el propietario de un líquido del que todos quieren aprovecharse. En periodo electoral o de cuando los pantanos se vacían, la batalla política del agua llena portadas e informativos.
La frontera entre el desierto y la sabana
Respecto a los países en desarrollo, son varios los viajes que he hecho al continente africano, algunos con organizaciones no gubernamentales, como Manos Unidas o Ayuda en Acción. Quería conocer su trabajo en el terreno. Otros los he hecho por mi cuenta, porque África me atrapó hace muchos años.
Desde luego, donde más problemas hay derivados de la escasez de agua ha sido en el sahel, esa frontera entre el desierto y la sabana que vive al límite de subsistencia. Si hay un lugar con estrés hídrico es esa franja de millones de kilómetros cuadrados.
Tengo aún bien presente mi estancia en Malí, hace ya casi 10 años, cuando aún se hablaba poco del cambio climático y las sequías. Fue uno de mis primeros viajes al continente.
Malí es el Sahara, puro desierto. Cogimos una pinaza en Bamako, la capital, y subimos por el río Níger, el río de los ríos, durante varias jornadas. Por la noche parábamos en las aldeas de las orillas. En algunas nos quedamos varios días. El agua se convirtió en el tema de conversación continuo. Hubo días en que sólo tenía la que contenía una tetera de tamaño mediano para lavarme y refrescarme durante todo el día, bajo un sol de justicia, a 45º. Y ese privilegio se debía a que era blanca y estaba de paso, porque allí todo el mundo se bañaba en el río Níger, donde las aguas no eran precisamente procelosas. Lo habitual es que las gentes viertan las basuras al cauce y el fondo es fangoso en las orillas en buena parte del recorrido.
Las mujeres de la aldea con las que compartí varios días recorrían tres kilómetros bajo el sol hasta llegar a un pozo para conseguir agua limpia, que sacaban en un pellejo de cabra. En el mismo pellejo bebían las escuálidas cabras de sus rebaños. Por allí, no se veía ningún rastro de que llegara dinero de cooperación internacional para mejorar sus ínfimas condiciones de vida.
Recuerdo el calor asfixiante y el control que teníamos que hacer de las botellas de agua mineral que llevábamos los extranjeros. No tenían recambio en muchos kilómetros a la redonda. Cada gota que se caía al suelo, nos provocaba dolor. No se me olvidará cómo los niños bebían directamente del Níger, donde yo ni siquiera me atrevía a meter un pie. Temía pillar la esquistosomiasis o bilarziasis, unos parásitos que se introducen en la sangre por la piel y que suelen estar en las aguas estancadas y en las orillas de los ríos. Se calcula que en el mundo la sufren 200 millones de personas. En un viaje anterior a África ya había cogido estos gusanos, de los que me libré con una sola y carísima pastilla.
En aquella aldea, cuyo nombre no recuerdo, todos los niños tenían las barriguitas hinchadas, fruto de los diferentes tipos de parásitos que tenían en su aparato digestivo. Les dejaban débiles, sin energía para jugar y mucho menos estudiar en el colegio, situado a casi una hora de distancia. De hecho, no iban.
Los tuareg frente a los fulani
El problema del agua lo volví a vivir unos años después en Níger, el país vecino. El verano que lo visité, se había recrudecido el constante conflicto entre los tuareg y los fulani por el uso de los pocos pozos disponibles en la frontera del desierto. Los fulani son un pueblo nómada, que viven del pastoreo. Es una cultura en extinción.
Los tuareg, tradicionalmente, han vivido más al norte, sobre todo del comercio, pero también tienen algunos rebaños de ganado. Con la desertización provocada por el calentamiento global, la frontera verde ha bajado más al sur, muchos pozos se han secado en el norte y los fulani han visto cómo sus pozos, también cada vez con menos agua, tienen que ser compartidos con los tuareg que, además, suelen ir armados, como pueblo guerrero que son.
Los enfrentamientos son continuos. De hecho, una de las noches que estábamos acampados con los fulani en mitad del reseco sahel. Celebraban el Gweregol, la fiesta de las bodas y nos habían invitado a unirnos a ellos. De repente, empezaron a gritar. Tuvimos que apagar los fuegos y las linternas. A lo lejos alguien había visto el reflejo de las luces de un jeep (en la llanura se ve todo). Según los fulani, podían ser tuaregs armados, dispuestos a pelear su territorio porque los fulani habían acampado cerca de una charca que no les correspondía. Aquel mes de septiembre era muy seco.
De hecho, los woodabe han suspendido varias veces el Gweewgol en los últimos años, porque se les ha muerto el ganado por falta de agua y no tienen para celebraciones. Ahora me cuentan que las organizan para los turistas, previo pago de las agencias de viajes.
En Níger, como en Malí y en toda África, es habitual comprobar que las niñas no van a la escuela porque deben ayudar a ir a por agua a puntos alejados de sus chozas. Alguna vez fui con ellas y sus madres, cargada con garrafas y botellas. Debo reconocer que era incapaz de aguantar el peso todo el trayecto, pese a que mi alimentación es mucho más nutritiva y equilibrada que la suya.
Cuando vuelves a casa y abres el grifo no sabes si reír o llorar. Yo me quedo embobada viendo cómo sale el agua transparente, a borbotones. Sin límite, si yo quiero. Sin más trabajo que girar la muñeca o levantar un dedo. Todo un espectáculo.
Remover la tierra con los piés
En 2002 visité Malaui y Mozambique con una organización de desarrollo que financia proyectos de cooperación en países en desarrollo. No son la fórmula ideal, pero de momento no hay otra.
Era noviembre, en teoría la época de lluvias más intensas, pero no caía ni una gota. En los días que estuvimos en este mísero país, masacrado por el sida y el hambre, sólo recuerdo dos pequeñas tormentas y las muchas quejas de las gentes de los poblados. Los cultivos, salvo alrededor del lago Malwi, estaban raquíticos y los niños desnutridos.
El otro día, repasando mi diario de aquel viaje, me vinieron a la cabeza aquellos cuerpecitos de piel y hueso, sus grandes ojos perdidos en las cuencas del hambre. Y sus madres. Intentando sacar algo de la nada. Marcadas por la desesperanza.
Releía también mis apuntes de la conversación con un jornalero de Nambula, un pueblo en el centro del país. El dueño de la tierra le había dado dos cubos de semillas para que le trabajara la tierra. Al final, le había prometido el equivalente a unos 100 euros, además de la comida gratis. Si había sequía y el tabaco no crecía, no recibiría nada. Aquel hombre, rodeado de hijos, no tenía ni arado ni fertilizantes para cultivar la tierra. La removía con los pies.
Gracias a la financiación de Manos Unidas, se habían construido pozos cerca de Nambula y el campesino, como otros, se había hecho con una bomba manual con la que sacar el agua para regar su pequeña parcela. Allí no hay irrigación por goteo, ni aspersores, ni canales, ni trasvases que lleven el agua de un lado a otro. Hacer un pozo de agua potable en África, para toda una aldea, cuesta la friolera de unos 120 euros, bastante menos que un ‘ipod’. Eso sí, son pozos pequeños, pensados sobre el terreno, no diseñados en los despachos del Banco Mundial.
Dos años después, repetí con la misma ONG para ir hasta Madagascar. Y lo que me quedó grabado de aquel viaje fue el efecto de una deforestación brutal. Un suelo rojo y reseco que se extiende cientos y cientos de kilómetros. Sinceramente, no me imaginaba que fuera así esta gigantesca isla, única en sus ecosistemas porque lleva millones de años separada del resto del continente africano. Tenía la imagen idílica de las agencias de viajes, en la que se ven bosques frondosos habitados por los lemures y las playas con palmeras. Son el reducto que se ha salvado, de momento, en el norte.
Comprendí entonces que sus ricas maderas tropicales no han sobrevivido al brutal consumismo en el que vivimos inmersos. La poca leña que les queda, debe ser utilizada como combustible por una población que no tiene dinero para comprar petróleo o queroseno. Los caminos están llenos de mujeres cargando agua, mujeres cargando niños y mujeres cargando leña, como en todo el continente.
Tres vasos de agua al día
Entre los proyectos que pude visitar relacionados con el agua está un gigantesco aljibe que había construido Manos Unidas con una inversión de 18.000 euros. Suficiente para dar suministro del agua de lluvia a 17 aldeas, según aseguraban los del lugar. Eso si, también nos enteramos que el alcalde se quedaba con una buena parte para sus asuntos.
En aquella pequeña aldea, llamada Manitsebo, a la que llegamos tras un agotador viaje por los rojos caminos de África, nos contaron que a los niños, desde bien pequeños, se les enseña a beber sólo tres pequeños vasos de agua al día. El ganado comía las chumberas, a las que previamente se les quemaban las espinas. De ese modo aseguraban que se apañaban sin agua.
Volví de nuevo a ver proyectos relacionados con el agua en Kenia. Ya no se trataba de pequeños pozos o aljibes. Era algo más ambicioso: un embalse en el monte Nyambere, en las tierras norteñas de Meru. Una iniciativa innovadora y sostenible, sin causar un desastre medioambiental. Se trata de la construcción de dos pequeñas presas con capacidad para 66.000 metros cúbicos, 250 kilómetros de tuberías y un gigantesco depósito. Su objetivo: proporcionar agua potable a unas 250.000 personas aprovechando el agua que se filtra por la montaña. Hasta ahora toda esa agua subterránea se iba por la vertiente sur, mientras la ladera norte del monte permanecía seca, sin manantiales.
El misionero italiano Giuseppe Arguese, que llevaba 50 años diseñando el proyecto, ha logrado, con ayuda de varias ONG, entre ellas Manos Unidas, construir un complejo sistema que tiene como finalidad acabar con el bombeo de agua con motores, que suponen un gasto en combustible que no pueden pagar los ameru, la etnia de la región.
Arguese es un auténtico zahorí, capaz de detectar una pequeña corriente interior con un palito de madera. Para distribuir el agua, el misionero ha organizado comités locales que reparten los derechos de agua. Estos comités son quienes cobran una pequeña cantidad de dinero a los que van a los grifos, lo que evita abusos y permite el mantenimiento del sistema por parte de la comunidad.
Desde que hay agua disponible, la situación ha cambiado en la zona. Arguese nos contaba que los niños y niñas acuden al colegio, que ha reabierto sus puertas, porque ya no deben caminar durante horas a por el agua y las madres tienen más tiempo para ocuparse de ellos. Son pequeños ejemplos de lo importante que es el agua para la educación y la vida.
Los medios de comunicación del resto del mundo no dedican espacio a estas iniciativas, ni a los conflictos que se generan por la supervivencia. Pese a la tan manida globalización, las sequías globales no interesan. Pero cada día hay más informes oficiales sobre el cambio climático y los científicos y los organismos internacionales han hablado mucho de cómo el calentamiento global va a afectar a los países en desarrollo, tanto por falta como por exceso de agua. Nos hablan de un futuro cada vez más seco o inundable, según la zona, lo que ya es el presente desde hace años en muchas zonas del planeta.
No es suficiente tener los datos, sino saber cómo esos números afectan a las personas, y es ahí donde se precisan enlaces con los lugares que no tienen acceso a Internet. El problema de una plaga de langostas es que llegue a las playas canarias y moleste a los vecinos; el drama, que supone una grave crisis alimentaria para millones de personas.
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(27 de junio de 2009)