Las “Observaciones sobre Agricultura” y la familia y la granja uruguaya del siglo XXI
Este libro le fue encargado al presbítero José Manuel Pérez Castellano, en los últimos años de su vida, por el Gobierno Económico de Guadalupe (actual Canelones). Superando vacilaciones iniciales, lo escribió en apenas siete meses, “desde la mitad de julio del pasado (1813) hasta la mitad del presente febrero”. En realidad, sólo pudo escribirlo con tal brevedad, porque lo asistían cuatro largas décadas de cultivo de su chacra del Miguelete, cargadas de una minuciosa y enamorada contemplación de la Naturaleza y acicateadas por el cotidiano paladeo de todos sus frutos.
Es ciertamente, el mejor y el último fruto de uno de los árboles más altos y frondosos que se alzaron en el todavía muy raleado monte de los albores de nuestra cultura. Septuagenario, el cura ya se sentía al margen de la vida: tanto la individual, a la que sostendría apenas por un año más; como la social, perturbada por el caos de la guerra desatada y la desunión, en el bando patriota, de orientales y porteños.
Es, por cierto, el libro de un erudito; pero vale mucho más, afortunadamente, como saber atesorado por un labrador entusiasmado por sus éxitos, y jamás decepcionado por las derrotas que lealmente reconoce. Acudamos al subtítulo de estas “Observaciones sobre la Agricultura” y fijémonos en qué busca fundar la autoridad para captar el interés del lector: “la práctica de más de cuarenta años en que cultivó una quinta” sobre el arroyo Miguelete. Y tampoco pasemos por alto que bien se aclara que no se pretende extraer conclusiones válidas para cualquier latitud, sino apenas recomendaciones sólo aplicables “al clima y calidad de los terrenos del Miguelete o inmediaciones de Montevideo”.
A casi doscientos años de escrito, el libro tiene, por supuesto, polvo y polillas. Acaso lo cubre un estilo demasiado galano para estos tiempos tan prosaicos que actualmente corren; incurre en cierto exceso de memoriosas citas de poetas de la Antigüedad, al extremo de que causa asombro la noticia de que, en el confinamiento de su chacra, sólo disponía de un ejemplar de las Églogas de Virgilio y nada de otros autores a los que tanto cita, como es el caso, por ejemplo, del Inca Garcilaso.
Pero basta un soplo y ese polvo se disipa y queda un libro sólido y, sobre todo, luminoso; que no sólo conserva su vigencia sino que se hace particularmente necesario en una época, como la nuestra, tan signada por el menoscabo del medio ambiente, el abuso de plaguicidas y fertilizantes químicos, y el más absoluto desprecio del consumidor, al que no se vacila en destinarle, con la utilización de transgénicos, productos de la tierra carentes de sabor y terneza.
¡Ah de los tomates de nuestra juventud!, podemos suspirar los sexagenarios de hoy, condenados a comer quien sabe si sanas ensaladas, implacablemente prescriptas por los médicos, en las que hasta las cebollas y las lechugas parecen emular la insípida, seca y recia consistencia de los tomates. ¡Ah de las mermeladas y las jaleas de nuestras abuelas, de sus dulces de membrillo caseros, cuya preparación quemaba a los nietos, colaboradores inexpertos pero interesadamente afanosos, cuando batían con inmensos cucharones de madera, la pasta roja —roja clara— que bullía en las ollas de cobre! Ese tiempo, lector amigo, no está perdido; lo podemos recuperar gracias a un cura laborioso y goloso. Esa es la buena noticia secundaria que nos ha legado este portavoz del evangelio, que nunca tuvo pelos en la lengua y que llevó su celibato, a una exacerbada vocación de no casarse con ningún bando, que no fuera el de un buen vivir basado en un espíritu solidario de vecindad, en la ilustración de la lectura y en el goce hacendoso de los frutos a extraerle a la Naturaleza.
El proclamado “Uruguay Natural” necesita imperiosamente volver a las enseñanzas de Pérez Castellano, hijas de las agudas observaciones de sus cuarenta años de labrador cotidianamente presente en su chacra. ¿Queremos cultivar con éxito, usando nuestras manos y los recursos que siempre pone a nuestro alcance la Naturaleza, manzanos, perales, duraznos, damascos, nogales, naranjas, limones, limas, membrillos, uvas y aceitunas; o ajos, cebollas, coles, colinabos, coliflores, brócolis, nabos y rábanos; lechugas, escarolas, acelgas, espinacas, remolachas, apios, chirivías, zanahorias, perejiles, tomates, berenjenas, pimientos, espárragos y alcahuciles? ¿Cuándo, cómo, dónde y a partir de qué —con semillas o estacas o plantones— los plantamos? ¿Cómo los protegemos de insectos y cizañas? ¿Qué injertos podemos practicarles? ¿Cómo abonamos? ¿Cómo regamos? ¿Cómo cavamos y protegemos nuestros aljibes? ¿Cómo disponemos y tendemos nuestros cercos y corrales, levantamos nuestras chimeneas? ¿Cómo alhajamos el entorno de nuestras casas con “rosas y algunas otras flores que conviene haya en nuestras huertas”? ¿Cómo criamos a las aves domésticas y a otros animales de servicio? ¿Qué hierbas sirven para aromatizar nuestras comidas? ¿Cómo preparamos orejones y pasas, cómo elaboramos nuestros guisos y dulces?
Para todas estas interrogantes ofrece leal y sincera respuesta este libro, siempre fundado en la experiencia y en la confianza en las potencialidades que en sí misma encierra la Naturaleza. Y de ahí el muy significativo interés que esconde —porque no se lo frecuenta— para nuestros tiempos.
Tiene este libro otra virtud: la tutela ética del labrador. Hay un importante capítulo al que don José Manuel titula: “La agricultura implora protección de la justicia”. Es una ardiente defensa del pequeño productor; y la expresión de una marcada predilección por la agricultura respecto de la ganadería. Vale la pena leerlo por entero, pero vaya este fragmento como muestra: “Este celo a favor de la agricultura lo tenían entonces (se refiere a quienes establecieron los primeros Repartimientos de Tierras) los Padres de la Patria sin más objeto que el del bien común y el de que las chácaras, destinadas para la labranza, no se hicieran estanzuelas en perjuicio de ella; y lo tenían en tiempos en que las chácaras estaban menos pobladas, y en que era menos extendida la labor de las tierras. Si los que tomaron entonces tan justas y arregladas providencias despertaran ahora del sueño de la muerte y viesen el cúmulo de injusticias que estos tiempos han cargado contra los labradores y contra su labranza (…) ¿qué exclamarían (…) cuando viesen que el interés de cuatro particulares ha desterrado de todo punto la justicia y la protección (… que ellos) habían procurado sostener con empeño a favor de la agricultura?”.
¿Qué aplicabilidad tiene a nuestra realidad del 2007, esta frase escrita en 1813 o, más probablemente, en 1814; hace, pues, ciento noventa y cuatro o ciento noventa y tres años? ¿Se mantiene o se habrá extendido lo que Pérez Castellano llama “desorden contrario a la agricultura”?
Pero, sobre todo, ¿en qué puede servirnos este libro, escrito con desolada pasión por la patria y por el inmenso aporte que podían dispensarles las chácaras, si se las protegía y estimulaba?
En 1848, a los treinta y cuatro años de entregado el manuscrito, cuando el país estaba sumido en el beligerante desorden de una nueva Guerra Civil, el Gobierno del Brigadier General Manuel Oribe, consideró que era necesaria su impresión, primordialmente, como “un testimonio de respeto a aquel ciudadano, natural de esta República, a quién él consagró esta y otras pruebas de su anhelo en fomentar su ilustración y adelantos materiales”, pero también fundó su decisión en “la utilidad que de ello pueden reportar los labradores, hortelanos, quinteros, etcétera”.
En el 2007, cuando tan sólo faltan seis años para que se cumplan los dos siglos de que el cura Pérez Castellano comenzara su redacción, ¿están vigentes los dos fundamentos del decreto de Oribe?
Uno, el de la necesidad del homenaje, es fácilmente compartible. La Biblioteca Nacional debe rendirlo a un ciudadano que, en obras y no en palabras, tanto afán puso para fomentar, en el seno del pueblo, tanto “su ilustración” como sus “adelantos materiales”. Arte, sí —nos está diciendo Pérez Castellano—, pero jamás menosprecio de la producción; Ciencia y Tecnología, sí, —nos insiste— pero, sobre todo, teoría y práctica rigurosa de las que estén arraigadas en los entornos más inmediatos de nuestra realidad, para el fomento de la autosatisfacción de las necesidades de sus respectivos habitantes. Su austera figura resulta, entonces, paradigma a exaltar tanto en beneficio del Uruguay Cultural como del Uruguay Productivo: en la misma magnitud que muchos de nuestros ciudadanos más ilustres, como José Pedro Varela, José Arechavaleta, Pedro Figari o Alfredo Vázquez Acevedo.
El otro debe atravesar un más severo filtro de dudas, pero sale incólume. Aún hoy, nuestros pequeños y medianos agricultores necesitan las lecciones de labranza del chacarero de Miguelete. Si Pérez Castellano importa, a la vez, para el Uruguay Cultural y el Uruguay Productivo; el legado de sus “Observaciones sobre Agricultura” mantiene su vigencia para el cultivo de la Naturaleza sin acudir indiscriminadamente a plaguicidas, a abonos químicos o a manipulaciones transgénicas. La pureza del ambiente y la calidad de los frutos de la tierra siguen necesitando sus lecciones. Para tenerlas muy en cuenta, descuento que aclararía él, pero no para seguirlas al pie de la letra. Quien quiera seguir el camino de Pérez Castellano, debe tratar su obra, con el mismo creativo pragmatismo con el que él asimiló, en su época, el tratado de una sociedad de agrónomos franceses, ordenado por el abate Rozier.
Pero cabe aquí una cuestión final: ¿cómo asegurar que las “Observaciones sobre Agricultura” lleguen realmente a nuestros granjeros? ¿Tan sólo reeditando este libro en soporte electrónico o en papel? RAPAL y la Biblioteca Nacional se han entusiasmado recíprocamente con el proyecto de una colección de pequeños volúmenes, con su texto resumido y aclarado, revisado por especialistas agrónomos, y adecuadamente ilustrado, para que los propios ojos del lector observen lo que Pérez Castellano quería que observara. Ambas instituciones sabemos que el éxito del proyecto está en directa proporción al número y calidad de la asociación que se logre con diversos Ministerios e Intendencias Municipales y organizaciones de la sociedad civil.
Se dirá que el proyecto responde a una actitud nostálgica, por no decir reaccionaria. ¡Que con él se quiere volver a prácticas de una agricultura del siglo XIX, cuando el mundo atraviesa hoy una explosión inaudita, de proporciones jamás dadas en la historia, de conocimientos científicos y tecnológicos! No es, por cierto, así. No se va contra ninguna imperiosa imposición del mercado, ni el del mundo, ni el nacional, ni menos el de las pequeñas comarcas. Hay una preferencia mundial notoria en el consumo de alimentos, por los que resultan de procesos naturales, sin artificios. Por supuesto, estos procesos naturales presentan manifiestas resistencias a las producciones en gran escala, con el consiguiente abatimiento de los precios, y con muy apreciables logros en la perdurabilidad de productos rápidamente perecederos. Pero aún así, hay una creciente expectativa del consumidor mundial por la mucho mayor apetencia que satisfacen los frutos extraídos de la tierra, siguiendo tan sólo los procesos de la Naturaleza. En términos de los economistas, crecen y se multiplican los nichos de comercialización de los productos naturales.
Es, bajo esta perspectiva, que las Observaciones de Pérez Castellano adquieren singularísimo interés. Y no pensemos sólo en la producción para vender. No nos dirijamos sólo al granjero. Pensemos en la producción para consumo familiar: en el ama de casa, para llevar a la mesa del hogar, comida más rica, sana y económica. Pensemos, pues, en la calidad de vida de las familias. Pero también no nos resignemos a la economía doméstica. Así como articulemos una difusión de métodos naturales de la agricultura, ideemos formas de cooperación de pequeños y medianos productores —a veces tan distantes como los de Bella Unión y Vergara, o Guichón y Lazcano— para que coordinando sus producciones y acumulando sus productos, alcancen escalas que les permitan alcanzar, en cantidad, estándares y calidad, volúmenes que puedan ser exportados en condiciones tales que el fruto de sus afanes alcance a llegar a destino a tiempo de ser consumido con la avidez que merecen.
Pensemos en una red de difusión para la capacitación de la producción agrícola natural y acudamos a las escuelas rurales o de asentamientos urbanos, a los actuales Centros MEC en vías de multiplicación, a las futuras e inminentes Agencias de Atención al Ciudadano, a las escuelas agrarias, a los comedores populares del Instituto Nacional de Alimentación (INDA), a las capillas y a tantos otros centros de convocatoria vecinal, como también lo pueden ser las bibliotecas públicas o populares o los centros comunales de los Municipios. Pero convirtamos a esa red de capacitación, también en una red de cooperación productiva.
Por eso, hemos encarado esta actividad del 16 de octubre del 2007 tan sólo como el primer paso de un proceso más largo y complejo pero más ambicioso y más concreto. No miramos al pasado, sino al futuro. No elogiamos una obra admirable, culminada en el siglo XIX; tan sólo convocamos a que los uruguayos nos juntemos para —respetándola— actualizarla y reforzarla con miras a que sus incuestionables beneficios alcancen la mayor magnitud posible en nuestro siglo XXI.
Tomás de Mattos, octubre 2007
– Tomo I.
– Tomo II.
(25 de abril de 2010)