Vivimos en tiempos tenebrosos e inquietantes; somos testigos de guerras, genocidio, terrorismo, capitalismo global depredador, militarismo desenfrenado, vigilancia y represión gubernamentales sin precedentes, una falaz «guerra contra el terror» que provoca ataques contra los disidentes, así como una crisis ecológica que se manifiesta a través de la extinción de las especies, la destrucción de las selvas tropicales, y el calentamiento global. Los científicos advierten que nos encontramos en un punto de inflexión, al borde de un colapso ecológico global, y a muchos les horroriza la velocidad a la que se están produciendo cambios catastróficos como el deshielo de los casquetes polares o la transformación del bosque en sabana.
Es un momento difícil para plantear el concepto de progreso. De hecho, ¿quién piensa que el mañana será mejor que el presente? ¿Que nuestros hijos heredarán un futuro más prometedor? ¿Que los trabajos, los sueldos y los planes de jubilación brindarán seguridad, y las casas y la educación seguirán siendo asequibles? ¿Acaso el sueño de la Ilustración (la difusión de la razón, la ciencia, la tecnología y los mercados traería autonomía, paz y prosperidad para todos) no murió en la mesa de matadero del siglo XX, en ese macabro ayer marcado por las cicatrices de las guerras mundiales, el fascismo, el totalitarismo, la derrota de la clase trabajadora, los medios de comunicación de masas y el control de las mentes, Nagasaki y Hiroshima (los mayores actos terroristas de la historia), y la proliferación nuclear? Y ahora, ahora ya, apenas cruzado el umbral, el siglo XXI no repudia, sino que continúa e intensifica la demencia de las masas, perpetuada por peligrosos demagogos y por el Moloch del neoliberalismo y el capitalismo global.
Parodiando una frase célebre, cuando oigo la palabra «progreso», saco la pistola. Y es que en el peor de los casos, el «progreso» es una coartada para la codicia, la explotación, el genocidio, y el aplastamiento de los pueblos, los animales, la biodiversidad y la ecología por parte de las ruedas titánicas de la máquina militar y empresarial. En el mejor de los casos, el «progreso» es una burla cruel en unos tiempos en los que amenaza una regresión que lleva a millones de personas a aferrarse a la mera supervivencia.
Los intereses particulares que se ocultan tras los valores universales, los horrores y los pogromos que se perpetuaron en nombre del progreso social, pueden llevar a los teóricos a desenmarañar, deconstruir, desmantelar y destruir la noción de «progreso» como una de las muchas ficciones universales, de las muchas mentiras del sistema (como el «libre mercado» y la «democracia liberal») que florece alimentada por el poder y se devora a sí misma en los niveles insostenibles de crecimiento de la producción, la población y el consumo.
Pero sería un error; como voy a demostrar, el concepto de «progreso» tiene un potencial subversivo y un valor crítico; se puede y se debe rediseñarlo y redefinirlo, para que podamos de verdad forjar un mundo mejor que éste. Pero este nuevo concepto de progreso, insisto, debe dar un salto cuántico y dejar atrás las trilladas visiones humanistas de paz, seguridad y democracia.
Una breve genealogía del «progreso»
La noción de progreso (la idea de que la historia avanza en una dirección definida y deseable que proporciona una continua mejora para la vida humana) se ha llegado a afianzar de tal modo en las ideologías modernas que es fácil olvidar que se trata de un invento relativamente moderno de la cultura occidental. La creencia en el progreso es casi una religión, pues la gente se sigue aferrando a ella a pesar de las horribles tragedias a nivel institucional y los crecientes apuros que se sufren en la vida cotidiana.
El «progreso» supuso una ruptura con el pensamiento premoderno, no occidental. Rompió con el modelo pesimista, cíclico, de la Antigüedad, en el que el tiempo se veía como repetitivo en vez de innovador, como un eterno retorno en vez de un suceso único. De acuerdo con la visión de la Antigüedad, la historia se desarrollaba a través del ascenso y la caída de las civilizaciones, unos ciclos de caos y orden que se repetían infinitamente, ciclos de nacimiento y destrucción repitiéndose eternamente, impulsados por una dinámica monótona carente de finalidad, objetivo, significado o dirección. Como queda patente en la metafísica de Platón, muchos antiguos pensadores equipararon el paso del tiempo con la corrupción y la decadencia, denigrando el mundo empírico, que consideraron como mera apariencia y falsedad, mientras buscaban la verdad en las esencias intemporales. La visión del mundo grecorromana era fatalista, determinista y cíclica en vez de optimista, abierta y lineal. Desde Homero a los estoicos romanos, los antiguos se aferraron a la creencia en las Moiras, unas leyes inflexibles del Universo a las que deben someterse los humanos. La antigua cosmología no permitía, ni por supuesto inspiraba, a la gente a concebir una mejora gradual de los asuntos humanos, ni a aspirar a un futuro mejor que el presente y el pasado.
Las raíces del progresivismo occidental se hallan en la tradición judeocristiana. La enigmática y portentosa creencia en que la historia tenía un significado, que estaba impregnada de un propósito, y que avanzaba de forma continua desde el pecado de la carne hasta la salvación del espíritu (para los rebaños fieles) supuso una clara ruptura con la visión pesimista de la historia en cuanto bucle repetitivo. Y sin embargo, la emergencia de la historia progresivista no sólo necesitaba una narrativa lineal de un cambio que aportaba mejoras, sino también avances concretos en las ciencias, las artes, la medicina y la tecnología, que dieron lugar a claros avances en la vida social e inspiraron el optimismo y la esperanza de un crecimiento sin límites. La visión progresivista de la historia requiere una visión positiva del cambio, un rechazo de un Universo inalterable hostil al ser humano, una renuncia a una naturaleza humana fija, una afirmación del ingenio humano, y una creencia optimista de que los humanos pueden, a lo largo del tiempo, mejorar sus sociedades y mejorarse a sí mismos gradualmente.
Del siglo XVI al XIX (a través del Renacimiento, la ciencia moderna, la Ilustración, las revoluciones francesa y americana, el capitalismo y la revolución industrial) tomaron forma estas condiciones. Comenzando en el siglo XVIII, los teóricos inspirados por la Ilustración definieron el progreso como unos avances en la educación, la razón, la crítica, la libertad, el individualismo y la felicidad. Pensaban que el progreso emergería a través de los logros imparables de la ciencia y una actividad cada vez más ilustrada por parte de los gobiernos. Si bien había escépticos, se generó un consenso cada vez mayor en el sentido de que se podían discernir las leyes de la historia, de que los sucesos modernos estaban logrando un progreso que garantizaba su difusión por todo el globo, y que la naturaleza y la sociedad humanas eran perfectibles y de hecho se perfeccionarían. Embriagados por la promesa de la razón, la ciencia y la tecnología, predicando un nuevo evangelio del Progreso, los pensadores de la Ilustración creían que las leyes de la historia conducían inevitablemente hacia una sociedad global gobernada por la razón, donde toda la humanidad sería feliz y libre.
Los modernos conceptos del progreso tomaron nota, con razón, de los avances de la ciencia, tecnología, medicina y libertad, pero pasaron por alto los horrores que comenzaban a aflorar: colonialismo, esclavitud, genocidio, y la transformación de inmensas poblaciones en ejércitos masivos de esclavos a sueldo. Las ideologías modernas y las luchas políticas derrocaron los dogmas religiosos, la superstición y las jerarquías tiránicas de la monarquía y la Iglesia. Pero al mismo tiempo, la modernidad simplemente sustituyó un sistema dogmático, el cristianismo, por otro: la ciencia y la tecnología. El teísmo no murió sino que se transformó en el humanismo, de modo que la humanidad se tornó divinidad y se apoderó de los titulos de propiedad de la tierra de Dios. Por supuesto, al igual que el capitalismo no abolió la jerarquía social, la ciencia moderna no acabó con el antropocentrismo, y de hecho apoyó el proyecto de dominar la naturaleza mediante la aceleración del conocimiento y la destreza tecnológica.
Desde el siglo XVII, el progreso se mide en términos estrictamente cuantitativos, como los que hacen referencia al grado de supuesto «control» sobre la naturaleza (la ciencia y la tecnología) o el aumento de los márgenes de beneficio, los cupos e producción y el Producto Nacional Bruto (capitalismo). Un problema obvio a la hora de definir y medir el progreso en términos estrictamente materiales es la hipótesis de una conexión directa entre riqueza y bienestar, entre la calidad de los bienes y la calidad de vida. De hecho, un indicador cuantitativo de que no estamos avanzando en un ámbito crucial como la salud y la felicidad es el hecho de que las dolencias psicológicas, sociales y físicas aumentan conforme aumenta la tasa de modernización. Es un hecho consabido que cuanto más «avanzada» es una sociedad, mayores son las tasas de alcoholismo, abuso de drogas, suicidio, enfermedades mentales, insatisfacción laboral, delitos, asesinatos, divorcios y destrucción del medio ambiente.
Es evidente que necesitamos mecanismos nuevos y multidimensionales para evalaur el progreso que midan la calidad de vida (por ejemplo un tiempo de trabajo y de ocio que tenga sentido) y no unas variables fetiche de crecimiento cuantitativo. Pero los nuevos paradigmas propuestos por pensadores visionarios (como el «índice de libertad humana» de Edward Burch) tienen un fallo fatal. Los nuevos modelos deben ir mucho más allá de lo que la mayoría se atreve a imaginar, de forma que trasciendan los profundos límites del humanismo, por más democrática o universal que sea su concepción, para llevar los derechos de los animales y la ética ecológica a la vanguardia de una visión del mundo posmoderna que se podría calificar de «revolucionaria», o que se podría considerar que nos devuelve a la antigua sabiduría de la Tierra.
La tarea de la reconstrucción
Calificar de «progreso» a los procesos de modernización y el actual estado del mundo es, ni más ni menos, una locura. La visión del mundo de la cultura occidental, basada en la idea del dominio, ha sido un error calamitoso. Las narrativas, los valores y las identidades de la supremacía humana no pueden conducirnos a un futuro mejor, sólo puede garantizar nuestra perdición. Las consecuencias falaces y desastrosas que se derivan de separar a los humanos de la naturaleza, de intentar dominar la naturaleza y hacer que se pliegue a la voluntad humana, y de pensar que la naturaleza es un cuerno de la abundancia de recursos inagotables, quedan patentes en la crisis ecológica que está reverberando en todo el mundo.
En la era de la crisis que suponen la sexta gran extinción de las especies, la destrucción de las selvas tropicales y el calentamiento global, debemos admitir que el emperador está desnudo, y que ha llegado la hora de llamar a la civilización occidental por su nombre: es un sistema de dominio, guerra, esclavitud, matanza y desastre ecológico que ha entrado en metástasis. La crisis ecológica global es una potente refutación de las filosofías dualistas, antropocéntricas y jerárquicas que han impregnado el pensamiento occidental desde Aristóteles, pasando por Tomás de Aquino y Descartes hasta el día de hoy.
Pero en vez de limitarnos a deconstruir el progreso y vernos varados en un páramo nihilista sin brújula moral, tenemos que reconstruir el concepto para trazar una nueva ruta hacia delante que pueda evitar el caos social, pérdidas inimaginables de vidas humanas y animales, y un colapso ecológico. El «progreso» es un concepto indispensable, crítico y normativo, que se puede emplear para hacer avanzar la democracia, la libertad, la autonomía y la ecología, y para dirigir a la sociedad en una dirección sana y sensata, en lugar de abocarla en una dirección disfuncional y autodestructiva. Está claro que nuestro mundo no es como podría o debería ser, y hay cambios dramáticos a los que deberíamos aspirar y que deberíamos conseguir. El progreso significa que las condiciones (individuales o sociales) se pueden mejorar, que hay un potencial que no se ha agotado del todo. Se abre un abismo entre lo que la humanidad es en la actualidad y lo que podría o debería ser. Sólo haciendo referencia a alguna noción de progreso podemos valorar si nuestras vidas y sociedades están moviéndose en una dirección positiva.
En un mundo marcado por flujos rápidos, caóticos, sin dirección, el concepto de progreso es un instrumento para guiar y dirigir los cambios en una dirección que apunte hacia más democracia, libertad y equilibrio ecológico, y de respeto por la vida no humana y la Tierra en su conjunto. El progreso es un concepto universal tanto en su dimensión cualitativa como en la cuantitativa; señala unas mejoras cada vez mayores de la vida de un número creciente de personas. La única definición social coherente de progreso se refiere a la mejora de la vida de todos; ninguna definición de progreso coherente o defendible aprueba la explotación de la mayoría en beneficio de una minoría. Así es como los europeos definieron el progreso, como las ganancias en recursos y riquezas acumuladas para ellos a costa de los millones de africanos que esclavizaron y mataron. Si bien algunos pensadores modernos como Rousseau, Condorcet y Marx definieron el progreso en términos universales para todas las personas, ninguno de ellos incluyó a las demás especies en esta ecuación. Nadie dejó de pensar que el mundo moderno se ha construido adoptando la forma de un juego de suma cero, de forma que las «ganancias» para los seres humanos son pérdidas para los animales y la Tierra en su conjunto. La civilización occidental midió los avances en cuanto a su nivel de confort y bienestar a través de la esclavitud, la explotación y el sacrificio de miles de millones de animales y el saqueo de la naturaleza. Desde el punto de vista animal y ecológico, en cambio, el «progreso» es una regresión: se ha manifestado en el desarrollo de horrores como las granjas de peletería, la ganadería industrial, los mataderos, la sobrepoblación, la extinción de las especies, el calentamiento global y el deterioro generalizado del planeta.
Hoy en día salta a la vista que no puede existir un concepto justo o viable de progreso que se base en la voluntad de dominio, en el antropocentrismo o el especismo, o que ignore la unidad evolutiva y ecológica, así como la coherencia, del mundo social y el natural. Una definición de progreso que alza violentamente a los humanos por encima de los demás animales, que esclaviza a todos los seres de los que puede extraer sangre o dinero, que convierte el crecimiento en un fetiche y ordena el saqueo, y que se nutre de la adicción y de unos apetitos insaciables, implosiona bajo el peso de sus propias contradicciones.
Un concepto sensato de progreso es necesariamente holista, de forma que capte las interrelaciones y la continuidad evolutiva entre los mundos humano, animal y natural. Abandona las jerarquías trilladas, las pseudo separaciones, y los prejuicios indefendibles de todo tipo, pues comprende que los animales no humanos son sujetos sensibles cuya vida tiene sus propios propósitos y valores. Repudia el juego mutilador de suma cero en el cual las ganancias en una esfera, a costa de pérdidas en otra, pueden defenderse como auténtico «progreso» en vez de calificarse como parca ganancia.
A diferencia de los demás humanismos, una nueva visión del progreso debe incluir a los seres sensibles no humanos, es decir, a los animales, en la categoría de «todos» quienes deben beneficiarse de las políticas sociales o las decisiones de la comunidad. Debemos promover un nuevo universalismo que trascienda las limitaciones del humanismo y tenga en cuenta las especies no humanas, el medio ambiente, así como las complejas relaciones mutuas entre humanos, animales y el mundo natural. El problema no son las narrativas excesivamente universales que ocultan las diferencias culturales, sino más bien aquellas que no son suficientemente universales.
En consonancia con esto, defino el progreso social como aquello que ocurre siempre que se dan avances en democracia, igualdad y derechos de modo que se maximice el bienestar material y psicológico del máximo número posible de seres (humanos y no humanos) en la mayor medida posible, y que existe en armonía con la naturaleza y la dinámica ecológica. De acuerdo con esta concepción, el progreso se mide en función del grado en que se fomenta el bienestar y la integridad de tres mundos solapados: los animales humanos, los animales no humanos y el entorno natural. Si algunos humanos obtienen beneficios (por ejemplo, extrayendo petróleo del Ártico) a costa de los animales y la Tierra, eso no es progreso; no sólo debido al pequeño número de personas que se benefician, sino por el perjuicio que sufren animales y hábitat, de modo que a la larga también se perjudica a los intereses humanos.
Una nueva brújula moral
Así pues, cuando uno oye la palabra «progreso», debe siempre preguntar: ¿progreso de quién? Y si la respuesta no es de alcance universal, se trata de explotación, no de progreso. Este concepto de progreso vincula directamente a humanos y animales, sociedad y ecología, de forma que la viabilidad y calidad del progreso depende de la habilidad humana para lograr una armonía entre el mundo social y el mundo natural. Fomenta una visión de liberación total, de manera que cualquier movimiento social viable del siglo XXI necesariamente implicará la emancipación de humanos, animales y la Tierra en un solo combate, una sola lucha. Las tendencias y posibilidades positivas sólo se pueden promover mediante movimientos sociales radicales, que fomenten la ampliación de la comunidad moral, la expansión de la igualdad y la universalización de los derechos.
Acosados por los fantasmas del calentamiento global, la escasez de recursos, las pérdidas biológicas, la entropía ambiental, las nuevas amenazas nucleares y unos conflictos globales que van a más, el futuro de la evolución humana es, en el mejor de los casos, problemático; en el peor, estamos condenados. El «progreso» es un concepto normativo y crítico indispensable que puede usarse para promover la democracia, libertad, autonomía y ecología, y dirigir a la sociedad en una dirección sana y sensata, y no disfuncional y autodestructiva. El progreso es algo a lo que los humanos aún pueden y deben aspirar, y que aún pueden lograr, pero solamente con unos cambios revolucionarios en la sociedad, la cultura, la política, la visión del mundo y la identidad humana. Necesitamos desesperadamente una nueva brújula moral que guíe y llene de contenido los cambios radicales, institucionales y conceptuales, que se hacen necesarios en nuestro mundo.
El progreso no puede seguir entrañando el juego de suma nula en el cual los humanos «ganan» a costa de los animales y el medio ambiente. Por el contrario, un concepto más profundo de progreso elimina la contraposición entre animales humanos y no humanos, entre sociedad y naturaleza; comprende las profundas interrelaciones entre todos los aspectos de la ecología planetaria, y nos permite llegar a ser buenos ciudadanos de la biocomunidad, en lugar de hunos, bárbaros e invasores que destruyen toda su morada.
(22 de junio de 2009)